El trapero es un antiguo cantautor.

El trap es una regresión al autodefinirse en su caducidad. Sería obvio querer interiorizar sus letras al ser una música de consumo excesivamente ritualizada con su simpleza que es a la vez su fuerza porque reinterpreta el mundo del lujo como apocalipsis de proporciones celestes asumido también como compensación para el carácter fanático de su música, compuesta de todas las quiebras en cuya superficie refleja la crisis política. Se hubiera convertido en música si en esa autocomplacencia no se hubiera visto que la rabia puede pertenecer al arte como en Goya con sus fusilamientos o cualquier canción de amor ñoña como Sufre Mamón, pero en un contexto de crispación el origen no tiene la autenticidad de la arbitrariedad de sus elementos al surgir como demanda y no defender que haya algo personal que transformar y por eso se desarrolla hasta profundizar en su punto de partida totalmente sumergido en un recuerdo que no deja avanzar el presente. 
A pesar de ello su violencia musical es agradable para aquellos que siempre se hallan interesados en cualquier arte porque permite reflexionar sobre la narrativa en la que se concentran los pensamientos y la moral histórica humanas, aunque su componente esencial es la música en sus letras hay toda una biografía y siguen siendo sus protagonistas quienes hasta cierto punto forman parte del todo, es un deseo que se deshace en la rápida absorción del público pese a no ser que movimientos sociales como estos son propios de la subcultura y la contracultura o de lejanas latitudes. Entonces la causa de este arte era también su máxima autenticidad, una nueva música que motive a quien la escuche pero cargada de moraleja y misticismo con unas fórmulas heredadas de sus orígenes a los que renuncia como cabe destacar, mediante la autocrítica de sus autores, que convierten la acústica como liturgia en un ritual del cuerpo. Ahora bien, ritual para personajes irreflexivamente jóvenes cuyas motivaciones quizás no se pueden sublimar en esa música que más bien es reaccionaria y reproduce lo más bajo del sonido electrónico, y se diluyen en una estética en la que distinguir una forma peculiar de consumo donde la etapa de juventud es ya independiente de la edad y, sus responsabilidades, con el curso de la vida, por determinarse como espacio donde ese desmoronamiento vital está siempre en reproducción.
El quien narra. 

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