Nos queda mucho más que hacer que ver en la
televisión como el mundo se acaba. Entre otras cosas, pensar, pensar en la vida
diaria y sus cosillas interesantes. Nos cruzamos cara a cara con la verdad tantas
veces que no la terminamos de ver hasta que no la tenemos tan cerca que la
podemos llegar a rozar con la punta de los dedos. La verdad no tiene forma
física ni apenas material no es algo que podamos coger, es algo que simplemente
podemos sentir. Que nos entrará por los sentidos y causará en nosotros un sentimiento
de rechazo inmediato de todo lo cotidiano, nos hará volcarnos en esa sensación
y guardarla para siempre en un rincón privilegiado del subconsciente, para
saborearla cada vez que nos sintamos solos, angustiados o perdidos en nuestra
cavilaciones, para hacernos ver que importantes y es que todo eso que en un
momento nos hizo sentir únicos, elegidos, privilegiados, tocados por la mano de
un ser incorpóreo y que nos acompañó de una forma inigualablemente humana, de
vez en cuando, deja caer de nuevo sobre nosotros una chispa de luz que nos guíe
a través de una monótona vida, nihilista, absurda e intrascendente.
La verdad
es subjetiva, claro está que cada uno acepta por verdad aquello que le
conviene, sino de que existirían las religiones, la economía, las guerras o,
mismamente, el arte; la verdad es llegar a eso que de una forma puramente
personal nos inquieta sobremanera, descubrir la pasta de la que estamos hechos,
buscarnos a nosotros mismos en función a un espacio cambiante, un vaivén de
imágenes que nuestro cerebro interpreta tal y como le conviene ya que cada
hombre es un mundo y cada mundo es diferente, simple, complejo o vacío. Bueno,
que me desvío de la idea principal, la idea de la verdad, porque no es otra
cosa que eso. Una idea, una idea que nos hace, de vez en cuando, ser felices.
¿Pero al final que nos quedan? Mentiras. Mentiras para llegar a la comprensión. Solo hay mentiras y con ellas lo que quieres es decir toda la verdad.
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