No
me noto la energía, duermo encima de un velatorio y en el final del pasillo las
sombras de un ventilador se lamentan por no poder alzar la voz, he cogido un
libro de la biblioteca pública y mañana tengo una cita a las siete de la mañana
con un autobús, no corre la prisa entre el espacio vacío con el que me
enfrento, a veces recojo las pelusas que llaman suelo al aire mientras combino
los recursos que me hacen falta para releer veinte páginas de filosofía sin
cortes dedicada al espíritu libertario de un pequeño dictador de fe inquieta y
figura discreta que resuelva los problemas y elimine las preguntas.
No
tengo un reloj de arena, pero las horas pasan y pesan en la sombría figura del
quicio de la puerta que se avasalla hacia el frío sin redención, desfilando con
su oscuro manto hacia el techo de mi guarida, me pican las risas que
conquistaban mis impulsos cada vez que la alegría hace reír a uno de los míos y
aunque no los vea se que sus pensamientos también se están riendo por ser oídos
sin disparar a bocajarro contra los decibelios, cada acción concreta me parece
una indeterminada función manifiesta que oscila entre la realidad supuesta y el
pensamiento activo, dormida al uso cotidiano de la tradición cuyas bases bien
determinadas desambiguan la identidad de mis ideas, por sí misma diseñada para
comprender los dispositivos métricos necesarios en la categorización de todo
propósito, determinado de forma compleja por la interconexión de acciones,
simples y simultáneas, con unas normas de preferencia de creación inconsciente,
que el individuo traduce como efectos reales de nuestras acciones sobre la
individualidad objetiva extrapersonal. De la cual no sabemos prácticamente nada
y lo sabemos heurísticamente todo.
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