Cap 0.
Ubicado en una pasarela de la estación, el pasillo que
conectaba la sala de máquinas de los dispositivos electrónicos, que emitían por
las estancias de la construcción y los puntos de recogida de sus grandes
máquinas donde se dividía cada intervalos de 3 minutos el colectivo de personas
que resignados unos y ufanos otros accedían de manera inoportuna a los lugares
que mantenían la gloria de la ciudad, en cada rincón, bajo la indispensable
admiración de sus individuos perennes, estaba insólitamente vacío. Quedaban
menos de 30 segundos para que los primeros guardianes de la inhóspita
perfección de la avalancha de roca que se había elevado con el visible esfuerzo
de las criaturas que habían devorado sus vidas durante los últimos cien años,
en una especie de danza cobriza con el deseo de comprender su naturaleza de
constelación que les llevaba a invadirse vital y sensorialmente entraran en el hall de la estación. Los problemas
de diez niños eran mucho más valiosos durante las 24 horas del día que los
agobios humildes de un quiosquero que no pasaba la cuarentena con raquitismo en
una oreja y un labio de brecha corta y barbilla respingona, que se peinaba para
atrás y congeniaba los miércoles con unas señoras del pub de moteros donde
solía jugar al billar para hacer el paseíllo a las amigas de los jóvenes que
solían dejarse ver, cuando empezaban a planear el fin de semana que no era más
que dormir en una casa de Las Rozas que tenía vistas a una Autovía aunque daba
al oeste y los atardeceres que disfrutaban sin mediar palabra duraban lo que
una función de teatro infantil. La canción que llevaba en la cabeza Saúl ponía
de los nervios a todo el mundo cuando la canturreaba mientras abría el quiosco
cada día en la calle Coz del centro de Madrid, donde disfrutaba de una
clientela cómica que emergía, siempre, ante él, sin que sus nervios le avisaran
de la condena porque lo hacían parecer el quiosquero sustituto de las citas
nacionales. Sus nervios corrían como el hilo de sangre de una vía quirúrgica
conectada a una jeringuilla cuyas partículas siempre nos ponen los pelos de
punta, él se mareaba con solo pensarlo y por eso no debía de excitarse en
exceso por lo que un desconocido pudiera pensar de su rostro abovedado.
Cantaba como las aves del paraíso pero su amurallado
universo era el espejo opaco que arruina la pared de cualquier habitación común
como una sombra que engulle el tiempo entre persianas de esas habitaciones
tristes donde los recuerdos forman parte del ecosistema o una habitación de
cura repleta de fotografías con los heroicos símbolos mediáticos nacionales y
por supuesto le impedía adquirir la vaga elocuencia que produce el oscuro manto
que antepone al artista su firmeza en el escenario. Hundió el dedo en una
maceta que decoraba el pasillo que sombreaba la luz con un tono naranja y salió
de allí canturreando: don’t leave me high, don’t leave me dry… Cuando todo el
mundo empezó a entrar en la estación y solo unos pocos se iban de la ciudad sin
una orientación absolutamente clara apareció por el fondo de la pasarela un
contorno plástico, lleno de movimiento como de túnica y una facha algo torcaz,
era claramente el Señor Ruano cuya agitada vida de solemne diplomático lo
envolvía en un maná ilustrado pero voraz como el de una docena de caballos
subiendo en fila por una falla peligrosa por la montaña. Se deshizo en elogios
a una atribución internacional que permitía la doble nacionalidad a los niños
chinos nacidos en territorio europeo y se descargó del sallo litoral que
sumergía sus fieros contornos en una perezosa ilustración de manga japonés y se
irguió sombreando la techumbre, esperando a ver cuantas rubias salían de las
puertas del tonel de hierro y cables para hacerse a la idea de cuanto tiempo
necesitaba para ir al servicio y saber donde podrían sorprenderle quizás más
compatriotas cuyos dominios consideraba quizás de su incumbencia, pero su
timidez confería a sus pensamientos un reflejo huracanado que fundía las
mujeres como el rayo de sol sobre las aguas de un río alemán y así las veía
pasar como una zorra ve pasar un águila y salta por si el ave, en un acto
reflejo, se cae. Su frente estaba lisa mientras los pies se levantaban al tic
tac y se balanceaba sobre sus tacones. Noches de final fatal y aventuras con
grupos muy amplios de personas o quizás actos religiosos son los que marcaban
el ignoto duermevela de un privilegiado como él que asumía que su casa era su
palacio pero también el castillo donde se concentraban sus aquiescentes amigos,
otros huérfanos de padre y con alma de comadreja como él que encontraban
deliciosos un montón de suculentos placeres femeninos pero se lavaban las manos
menos de lo debido para soportarlo.
Comenzaba la víspera del miércoles, los chavales que
arruinaban sus humildes y muy decentes planes de gustarle a alguna de aquellas
pájaras y que se propusieran comprender sus amuermantes desafíos vitales mientras
los exponía imitando al cantante de La
Polla Records le estaban administrando
los pedidos de una tienda de disfraces y accesorios de confección a las tías
del hermano mayor de uno de ellos que formaba parte de ella por culpa de la
segunda boda de su madre cuyo objetivo era el de romper con los lazos de la
tierra que la unían a su prestigioso primer marido pero que había empezado a
comportarse con indiferencia ante las desgracias ajenas y consideraba el mundo
como poco más que el suelo que pisas. Socios de un antiguo cine que abría solo
los fines de semana y contaba con todo tipo de inversores, habían congeniado
durante un viaje de negocios a la paradójica Francia y habían vuelto ricos y
más jóvenes, por lo que sus compromisos también tenían una prórroga merecida
que les definía como elemento económico y su naturaleza podía generar riqueza
sin domesticarse. Sus compras de terreno y labores científicas de carácter
ecológico no daban más que disgustos al padre de este joven complejo y
agitanado con todas las impresiones que le hacía perder de vista el calor de la
obra per se. Los chicos del grupo tenían en común el haberse quedado solos en
la calle porque nadie quería jugar con ellos en casa y al final lo que quieren
es poder encerrarse a gritar cosas que no entienden porque no las necesitan
pero así las agradecen. Como si fuera ayer una persona pasó por delante de la
tienda y se fue, la madre no sabía ya muy bien si el negocio podría sobrevivir
al barrio pero confiaba en que sus admiradores la provocaran con su misma
industria de seducción y llegado el día sintieran que un disfraz es algo más
que una prenda de ropa y que tiene un poder galáctico que nos alimenta como las
figuras retóricas que se empeñan en instalar en nuestra infancia como si
fuéramos enanos del circo irredenta e irremediablemente. Siempre confiando eso
sí en la inteligencia natural del más poderoso de los seres que es el hombre
para que se centre como el curso de un río se encauza en una vega tras la
sequía.
Continuará.
Escrito el 24 de octubre de 2020 en Galapagar.
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